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RICARDO ARRIBAS | INDEPENDENT SCHOLAR
MÁS ALLAÁ DE LA FASCIANCIÓN Y EL HORROR: HACIA UNA ESTÉTICA RELACIONAL DEL CINE CARIBEÑO
Somos el futuro, somos toda
la mezcla de todos aquellos elementos
que siempre han estado
separados el uno del otro.
Félix de Rooy.[1]
Error, exceso, dislocación, asimetría
La constelación de problemas que intento articular en el presente ensayo parte de la posibilidad de pensar el cine caribeño como un lugar privilegiado para dar cuenta, tanto desde el punto de vista de los procesos que intervienen en su producción, como desde su captación fenomenológica como imagen visual y sonora, de lo que Edouard Glissant denominó una “poética de la Relación” y del papel que otra noción central en dicha poética, la de la errancia, pueda jugar en la tarea de definir el campo estético de las prácticas de realización y de recepción de la experiencia fílmica en la región (33).
Antes de proseguir, vale reseñar brevemente pasajes claves de su libro y, de manera más bien esquemática, precisar a qué se refiere Glissant cuando habla de una poética de la Relación. Glissant establece que “en la poética de la Relación, el errante, que no es un viajero ni un descubridor ni el conquistador, busca conocer la totalidad del mundo y sabe ya que no lo logrará” (33). La errancia, por otro lado, supone una experiencia transversal a “la edición universal, generalizante, que resumía el mundo en una evidencia transparente, pretendiéndole un sentido y una finalidad pre-supuestas.” El pensamiento de la errancia renuncia, pues, “a la pretención de su suma o de su posesión” (33). Glissant opone lo relacional a la “generalización totalitaria;” lo múltiple a la “depredación de la raíz única.” La errancia, por su parte, es aquello que niega “todo polo o todo metro-polo (métropole).” Vale la pena enfatizar, por otro lado, el coeficiente cuasi-religioso que Glissant le adjudica a estas dos nociones. En un pasaje crucial de su Poétique de la Relation, Glissant define al pensamiento errante como “postulación de lo sagrado” y a la Relación como “una forma moderna de lo sagrado,” en donde una “afirmación del rizoma de las relaciones múltiples con el Otro” presupone la puesta en práctica de una “dialéctica del desvío” (108). Dicha religiosidad sincrética, o en todo caso de lo múltiple, recurriendo a un juego conceptual que recuerda al barroco furioso de Severo Sarduy, Glissant la propone como una estética del mundo-caos o de lo Múltiple (en oposición, habría que entender, al totalitarismo monoteísta de las civilizaciones europeas).
No es mi interés entrar en los debates interpretativos, ya de carácter filosófico o meta-crítico, que la noción de lo relacional pueda suscitar. El presente esfuerzo está más bien enfocado, en primer lugar, en preguntar acerca de la capacidad de tales nociones para impartirle los caracteres propios a un lenguaje y cultura fílmicos en el que las experiencias del exilio, el sincretismo y la hibridez, que le parecen ser tan constitutivas, se han visto con frecuencia compelidas a circunscribir su esfera de sentido desde las imposiciones de una lectura de la carencia, en la que aquello que el cine puede ser, está siempre ya sometido a lo que no es. En segundo lugar, mi interés radica en inquirir acerca del poder de tales articulaciones para rendirle justicia a la tradición fílmica en la región, esto es, desde un lenguaje que la interpele desde un punto de cercanía máxima con respecto a la esencia de su vocación histórica. En última instancia, mi intención es contribuir a la discusión acerca de la creación de un lenguaje fílmico que sea más fiel a la paradójica universalidad de la experiencia caribeña, lenguaje que encuentra una corroboración palpable en sus realidades, pero que quizás no ha advenido al giro subjetivo que implica, al decir de Susan Buck-Morss, “devolver el cuerpo a sus sentidos.”
El trabajo hecho al efecto por Michael Taussig, David MacDoughall, Linda Williams y Susan Buck-Morss subsume, por un lado, el llamado a devolver “el cuerpo a las imágenes,” que son “espejos de nuestros cuerpos” (MacDoughall), un llamado a la “magia” mimética de la captura en representaciones de los ‘demonios’ de la colonización (Taussig), o más generalmente, de un “devolver el cuerpo a sus sentidos” (Buck-Morss).[2] Este retorno a lo corpóreo como problema ha tomado lugar dentro del contexto de los estudios visuales norteamericanos durante las últimas dos décadas- en oposición más o menos implícita a las teorizaciones semióticas o estructuralistas que recurrían, ya a una ortodoxia abstracta y reduccionista de las teorías psicoanalíticas (la mirada y la voz como instancias incorpóreas o puro efecto psíquico), o al dogmatismo político que Toby Miller ve en “ las hermenéuticas de la sospecha” de corte marxista, que sólo puede ver en el cine de consumo de masas la operación de las “ideologías del imperialismo cultural.” Como el protagonista de Accattone de Pier Paolo Pasolini, donde la máxima de Santo Tomás “ver para creer” asume el valor de una creencia en el valor histórico y colectivo de la irreducible materialidad del pensamiento; una materialidad que Deleuze, invocando la historia moderna de los intentos de restitución sensorial del pensamiento a su imagen corpórea, le atribuye a una nueva función atea de la creencia (Deleuze 227-31). La máxima significa, desde el contexto que nos ocupa, saber mirar la realidad caribeña desde la causalidad material de la repetición histórica de sus formas visuales, en donde el ver y el ser visto puedan asistir a la presencia, en el mismo cuerpo, de una acción y un pensamiento proyectables en el espacio y en el tiempo (Pasolini 209; 270). Esta “forma moderna de lo sagrado” está ligada a la idea de una creencia atea que en Cinema II: Imagen-Tiempo, Deleuze sugiere, en particular conexión con la poética del cine del “discurso indirecto libre” que Pasolini propone en su Empirismo Eretico y que pone en práctica en sus películas. En sus incursiones teóricas en el “Tercer Mundo,” Pasolini proponía la idea de un idioma del cine como “la lengua escrita de la realidad” buscando acaso articular un idioma fílmico desde el punto inaugural de una co-presencia desalienante entre sujeto y objeto. [3] Se trata, en fin, de aprender a ver la realidad caribeña desde su aspecto intersticial, donde el devenir caribeño se dé en el cortocircuito afectivo de las dialécticas de la maravilla y el terror, que son como el “chorro imaginario” de esas identificaciones que hoy sobre-determinan la lógica consumista del cine en su dimensión transnacional.
Si consideramos que lo más propio de una dialéctica es no ser simétrica consigo misma ni con los términos que la constituyen, cabría pensar que en el flujo internacional de las imágenes, el balance de la misma siempre deja restos que quedan “fuera de campo,” pero que la sostienen como el inconsciente del cine. Si tomamos como punto de partida una concepción del cine como una experiencia que hay que entender desde el intersticio que se tiende entre la imagen móvil, como resultado final de un modo específico de producción, y su momento de captura sensual por el espectador, un lugar que piense el cine desde el afuera suplementario de la dialéctica de las identificaciones, en otras palabras, desde los residuos afectivos que siempre resten por integrar al circuito de reducciones simbólicas, entonces el cine en general se revela ya como el lugar por excelencia donde esa “dialéctica del desvío” de la que habla Glissant se pueda verificar. En otras palabras, entre lo que se produce y lo que se consume, lo que me interesa es el desecho de los sentidos que no han llegado aún a su cuerpo, lo que resta por materializarse en una imagen en su tránsito de lo real a su representación. Varias preguntas surgen: ¿Qué mirada cinemática puede ser producida, que sea algo así como la del exceso de esa dialéctica del desvío? Desde el extremo de la recepción, ¿qué puede ser leído desde ese exceso, que pueda ser interpretado como la posibilidad, aún por realizarse, de una vocación relacional del cine caribeño?
Una lectura de la experiencia que ofrecen las clausuras de los estatismos altomodernos- ya bajo el signo democrático-parlamentarista o de los socialismos “realmente existentes”- demuestra que los despliegues programáticos de “lo nacional” han adquirido concreción histórica a partir de sistemas de alianzas y genealogías, de divisiones y exclusiones, que inevitablemente generan sus visibilidades y reconocimientos, alternativa o concurrentemente en función del lenguaje, del género, del sexo, y lo racial. Subrayo esto porque me parece un hecho incontestable que el cine caribeño ofrece, cuando menos, una representación problemática de las categorías identitarias, tal y como éstas se manejan y trafican en el tal llamado cine de consumo de masas (mainstream cinema), incluso donde la categoría de identidad misma se presenta como un problema más que como una solución (Condé 370-1). Como muy bien lo señala Stuart Hall, “el nuevo cine Caribeño, así como las corrientes emergentes del cine Afro-caribeño en el exilio, cuestionan la categoría misma de la identidad cultural” (27). O para decirlo en los términos articulados por Miriam Hansen, ¿cómo el “vernáculo modernista” del cine puede ser reinscrito, en el cine caribeño, como un “vernáculo de la Relación,” a fin de que pueda dar cuenta de la experiencia caribeña, si en el ámbito de la experiencia estética, dicho vernáculo estuvo asociado desde sus orígenes a la cultura cinemática como respuesta a la transformación del aparato sensorio-motor por los modos de producción industrial tayloriano y fordista?
La guagua aérea, Luis Molina Casanova
Quisiera comenzar a esbozar una contestación a algunas de estas preguntas tomando el caso de Puerto Rico, contraponiendo el film La guagua aérea, de Luis Molina Casanova, con el film de Frances Negrón Muntaner, Brincando el Charco, donde la mirada de la protagonista re-suscita todas las contradicciones, por ejemplo el olvido que retorna de las soluciones establecidas por el culturalismo nacional que determinó en su momento la respiración política de Puerto Rico.
¿Cómo la experiencia de lo queer caribeño puede delinear el horizonte de una manera distinta de asumir la nación como problema, al revocar la hegemonía institucional de las suturas estatales sobre nuestra comprensión de lo nacional? Partiendo de la premisa de que dichas contradicciones parecen sufrir un segundo enterramiento histórico en la adaptación del ensayo narrativo de Luis Rafael Sánchez por Casanova, lo que me interesa resaltar acerca de estos dos filmes es ver cómo lo queer, como el espacio que subvierte las ontologías duras de la diferencia sexual, le da cuerpo y expresión a las aporías de las identidades nacionales. En la adaptación fílmica de Casanova, esa mirada relacional, y la errancia que la supone, entran en un juego de signos ambivalente con el espectador, al replicar las condiciones de auto-visibilidad de los presupuestos populistas-nacionalistas que el discurso neo-colonial del muñocismo le impuso a la producción cultural en la isla. El film narra la travesía en un mismo avión de un grupo de emigrantes puertorriqueños hacia Nueva York. Remontándose en un flashback (fig. 1) hacia el 20 de diciembre de 1960, el film captura el momento en que la nación puertorriqueña se re-crea, literalmente, en el tránsito hacia la modernidad como un trance interminable entre el margen colonial y el imperio.
Se trata, entonces, de ver cómo la nación entera experimenta las inevitables paradojas del fenómeno de la modernidad nacional cuando ésta se vive desde el imaginario de una interioridad que está tendida, literalmente, en el vacío geográfico e histórico entre ambos lados del “charco.” En el film, la mirada panóptica de un narrador masculino totaliza el horizonte de sentido de este tránsito: las diferencias de clase, de género, racial, y sexual que componen el espectro de los personajes, entran en un flirteo de miradas, equívocos, dobles sentidos, e insinuaciones que encubren el sustrato violento de desigualdades y violencias que condicionaron la posibilidad de “la gran familia puertorriqueña.” El prólogo y el epílogo en voz en off del narrador masculino, en el registro codificado del jíbaro[4] digno, y en un tono que se reparte entre lo melancólico y lo nostálgico, funciona como fulcro ideológico que le imparte una singular inteligibilidad y cohesión a la heterogeneidad multitudinaria que constituyó el fenómeno migratorio a partir de la proletarización sistemática de las fuerzas de trabajo en la isla durante los primeros decenios del siglo veinte. Al gran flashback inicial que comienza en un pasado casi mítico, le siguen otros en los que las historias íntimas de algunos tipos emblemáticos de la sociografía puertorriqueña se van revelando.
Figure 1. Flashback: el hijo despidiéndose del padre antes de partir hacia Nueva York. El padre ausente, encarnada en la voz nostálgica del Hijo, es el eje narrativo en el filme de Casanova.
Muy significativamente, la única historia que es relegada a un segundo silencio, es la historia de traición, persecución y silenciamiento político que tuvo que ocurrir para que esta historia- la del éxodo masivo de la gran familia como un viaje de ida y vuelta entre la colonia y el imperio- pudiera ocurrir. Al que no haya leído el original literario, le será imposible descifrar cuál es la verdadera historia detrás de la imagen de un hombre con mirada angustiada esposado a un agente del Buró Federal de Investigaciones. (F.B.I por sus siglas en inglés.) (fig. 2).
Figure 2: Única toma en la que se presenta a un agente federal, llevando esposado a un nacionalista puertorriqueño. Este elemento es mucho más importante en el texto original de Luis Rafael Sánchez.
La clave para leer esta historia radica, entonces, en saber detectar el palimpsesto ideológico que el film escenifica al mismo tiempo que encubre. Todos aquéllos ideologemas del culturalismo puertorriqueñista- en resumen, los signos de una nacionalidad masculina, heterosexual, blanca, católica y pequeñoburguesa- articulados por Antonio S. Pedreira, e impuestos por el populismo de Luis Muñoz Marín, estampan una segunda impronta en el film, al volcar sobre el argumento narrativo todo el arsenal de dispositivos de significación propios del lenguaje cinematográfico. Desde la manipulación de la dimensión aural del film, tanto en su nivel diegético como extra-diegético, las tomas de cámara que parecen privilegiar el sesgo crepuscular propio de la estampa costumbrista, los procedimientos de montaje, cuya gramática y sintaxis emulan los códigos sentimentalistas de una telenovela, hasta el efecto neto de la entonación, las pausas, la recurrencia a las cartografías sancionadas del idiolecto jíbaro en los diálogos, recubren con una cordialidad y dulzura familiarista el relato del trauma de uno de los aspectos más brutales del fenómeno de movilización de fuerza laboral excedente que significó la entrada de Puerto Rico a la modernidad nacional bajo la bandera ideológica de la gran familia. El largo etcétera de patrocinadores del proyecto- en el que las fronteras entre la demandas estatales de la policía cultural y la de los intereses económicos de la burguesía nativa y norteamericana se vuelven indiscernibles-, y que culmina con una gran pancarta que lee “Feliz Navidad les desea el Banco Popular” (fig. 3), es en este sentido elocuente. Mucho más podría decirse en la clave de esta hermenéutica de la sospecha, pero lo interesante es que la mirada que el film muestra es el suplemento “irracional” de esa mirada avergonzada del espectador local- en fin, el “yo” moderno, que es literalmente como un “otro” sinvergüenza y exhibicionista, encarnado en el film por el jaiba que representa Sunshine Logroño-, al (no querer) reconocerse en ninguna de las tipologías nacionales representadas por los protagonistas.
Figure 3: Logo del Banco Popular de Puerto Rico, principal patrocinador de las producciones cinematográficas de Puerto Rico, aparece aquí en la primera toma panorámica del film.
El film, quizá con una efectividad mucho mayor que su contraparte literario, por exacerbar ese componente inherentemente pornográfico de la imagen móvil del que habla Fredric Jameson, re-trata y materializa el sustrato promiscuo de esa vergüenza nacional. Como bien critica Keith Q. Warner, existe en el Caribe una incomodidad y vergüenza casi connaturales al hecho de verse representados en una película, ya no como partes indiscernibles del paisaje, sino como actores principales (44-5). El film vale la pena verse, al menos porque interpela precisamente la mirada nacional del espectador desde una especie de slapstick vergonzoso de esa per-formación nacional. En efecto, el film no alcanza a articular ese “vernáculo modernista” del que habla Hansen. Posiblemente, la promesa de un cine genuinamente puertorriqueño y cosmopolita radique en saber sumergirse en las aguas de esa vergüenza. Quizás el cine puertorriqueño tenga que comenzar a pensar la nacionalidad, no desde el orgullo que esconde obsesivamente sus contradicciones, sino desde el coeficiente erótico y queer de esa vergüenza, una especie de “Puerto Rican shame” que lo ubique en el mismo registro crítico con que los proponentes del gay shame se han atrevido a cuestionar su gay pride, esto es, repolitizándolo, abriéndolo a los diálogos infinitos de la internacionalidad.
“Glimpses of a New Place”: Brincando el charco, de Fránces Muntaner
Without knowing, they allowed us
to imagine a space for a body
that had no image …
what a wonderful fiction!
Brincando el Charco.[5]
En Brincando el charco: Portrait of a Puerto Rican, la mirada de Frances Negrón Muntaner describe ese gesto al lanzarse a ese espacio rizomático en donde el puertorriqueñismo perimido y nostálgico que se celebra demasiado literalmente en La guagua aérea se revela como la ocultación de un problema laberíntico y lleno de trampas, cuyas soluciones tienen que incluir todas aquellas disonancias y divergencias que quedaron afuera de la solución inicial al problema de la nacionalidad colonizada que cristalizó en la isla a principios de siglo XX. En un estilo de narrar donde el documental atraviesa de parte a parte lo fictivo, Brincando el charco narra el solapamiento de la necesidad con la imposibilidad de actualizar, en lo real, un proyecto nacional que no escamotee el secreto histórico de sus exclusiones (fig. 4). El film narra la historia de amor entre una artista gráfica, Claudia Marín, y Ana, abogada y activista, en su lucha por desentrañar el enigma de cómo inscribir su lesbianismo en una puertorriqueñidad cuyos predicados surgieron de su negación. Esa interrogación se hace visible como un tránsito por todos los emblemas tradicionales de la nacionalidad puertorriqueña antes reseñados. La muerte del padre que se negó a reconocer el lesbianismo de su hija marca el comienzo de un cuestionamiento de la artista acerca de su lugar y pertenencia dentro de la gran ficción nacional puertorriqueña. Es así como el luto por el padre se convierte en gran medida en la autopsia- que implica a su vez una exhumación y un examen “post-mortem”- de un cuerpo llagado por las coartadas y secretos históricos del “delito” de la nacionalidad.
Figure 4: La muerte de su padre es el detonante de la búsqueda de la protagonista. Recuerdos de la protagonista de la confrontación con su padre.
La mirada histórica que ofrece Muntaner pertenece a un gesto que se podría denominar el de una memoria conjetural. Es una mirada cuya memoria se da en el trance entre la ficción y la realidad, como si la verdadera identidad hubiera que encontrarla en la ruptura que provoca el corte que se abre entre ambos.
Este gesto, sin libretos y sin brújula, conlleva un viaje hacia la conversación infinita, conversación que, por un lado, desnaturaliza la promiscuidad engañosamente cordialista entre la familia y lo nacional, y por el otro, reabre los códigos de lo familiar a los signos inquietantes de lo extranjero. En lugar de ofrecer de la nacionalidad puertorriqueña un cuadro replegado sobre sus fantasmas identitarios, la mirada preguntona de Muntaner irradia desde el despliegue que corroe y desanuda desde adentro los significantes maestros del discurso que regula la economía semántica del cuento nacional en el film de Casanova. En lugar de una experiencia narrada desde el interior subjetivista de una única voz nostálgica y crepuscular, el documental-ficción de Muntaner se sitúa mucho más cerca de las contradicciones que el ensayo-ficción de Rafael Sánchez intenta iluminar. Al trabajar desde la co-presencia disyuntiva del documental y la ficción, el film se abre hacia una polifonía urbana del desarraigo en donde la insistencia de todas las contradicciones remite el síntoma obsesivo de la pregunta sobre lo nacional puertorriqueño al enigma de aquéllos límites innombrables de la exclusión sexual, racial y de género. Para Claudia Marín, ser lesbiana, mulata y mujer, no tiene que significar necesariamente un atrincheramiento de las identidades en su marginalidad. En el film, tales significantes denotan más bien la subversión de la renegación fetichista que trabaja al interior de aquellos confines articulados por la lógica exclusionista de la violencia identitaria. Muntaner, por cierto, no parece renunciar al horizonte de universalidad que delinea, necesariamente, una caribeñidad significante de la contingencia. A una contestación que se sostuvo en una ceguera fundamental, el film de Muntaner le devuelve la pregunta cuya obliteración fue, desde un principio, la misma condición de posibilidad para su retorno.
Para Muntaner, la única gran familia posible, en donde la utopía moderna que subyace todo proyecto nacional tiene un porvenir, parece ser, paradójicamente, la familia de los huérfanos, de los hijos ilegítimos de la puertorriqueñidad, desheredados y desterrados por el Padre, y cuya desposesión- cultural tanto como material- es compartida. No hay acaso una mejor definición de la caribeñidad que el gran diálogo en el exilio que la protagonista sostiene en varias ocasiones con los integrantes de esa gran familia rota de las nacionalidades latinoamericanas- y del resto del mundo. Al final del film, vemos el avión regresando a Puerto Rico llevando a Ana, como el indicio de una revisita a la cuestión nacional que parece pasar por un saldo de cuentas histórico. Si La guagua aérea inicia con el viaje a Nueva York de esa interioridad y se presenta como la mirada lanzada hacia el futuro de una respuesta, el regreso del avión a San Juan en el film de Muntaner es la pregunta insistente que regresa de las violencias míticas del pasado. De manera similar, Gilles Deleuze observa que el cine del Tercer Mundo debe realizar, “no el mito de un pueblo pasado, sino la fabulación de un pueblo que vendrá” (294-5).
Madagascar, de Fernando Pérez
“Toda época, de hecho,
no sólo sueña con la siguiente,
sino que, soñándola,
precipita su despertar.”
Walter Benjamin. Das Passagenwerk.[6]
Si el poder navegar sin zozobra en las aguas cosmopolitas de la cultura fílmica ha llegado a señalar el instante en el que una nación sale de la cueva del subdesarrollo y adviene a la modernidad industrial plena, también es cierto que, a partir de este momento, dicha nación entra frecuentemente en el atolladero de tener que incurrir en los exorcismos obsesivos de las afueras que niega. El caso cubano en este sentido me parece emblemático. En el film Madagascar, de Fernando Pérez, la interioridad asfixiante del espacio diegético, en el que los elementos oníricos se precipitan como una omnipresencia ominosa sobre la vida de la protagonista, parece doblar los barroquismos delirantes del ensimismamiento político y económico de la isla. La indistinción entre la realidad y el sueño tiene como efecto neto el evocar la ausencia misma de la vinculación de la modernidad nacional con la doble vocación nacional-transnacional del cine.[7] En tal sentido, la invocación constante e hipnótica del nombre “Madagascar” (fig. 5) remite en último caso al cine como a una solución relacional a dicho problema, sugerida en el film con la presencia perturbadora del artista visual Molina, quien opera como “mediador evanescente” entre los tres tiempos históricos que se reparten en la trama con las tres generaciones de mujeres que viven en un mismo techo, y como agente catalizador de una osmosis de afectos entre el aquí concreto nacional y un más allá transnacional indefinible.
Figure 5: Laurita y sus amigos en la azotea del edificio, invocando el nombre de “Madagascar,” como si fueran antenas humanas…
El film narra el dilema de Laura, una doctora en física nuclear y catedrática en la universidad- “divorciada dos veces y sin volverse a casar, por decisión propia”-, quien no puede soñar sino con “la realidad de todos los días.” El film transcurre en el entresueño alucinante de esa realidad de todos los días, donde la cotidianeidad en primera persona que constituye el eje narrativo del relato se vuelve “radioactiva,” al asaltarla eventos que, precisamente por quedar fuera de los circuitos de verificación científica y moderna dentro de los que circula la protagonista, se convierten en una enfermedad- una especie de cáncer en metástasis- a la que Laura intenta impartirle objetividad física. (La referencia al desastre nuclear de Chernobyl no es casual: el “¿qué pasó?” que se hace Laura evoca la inminencia del fracaso del modelo soviético, a la vez que evoca el despertar de una utopía cuyas imágenes han perdido su contorno). La aparición enigmática de Molina en la casa de Laura marca el momento en que dicho cáncer comienza a tomar residencia en la casa semiderruida de Laura, emblema del cuerpo mismo de la nación socialista. La negativa de Laurita, su hija, de asistir a la escuela, acompañada por su súbita religiosidad y sus arranques de caridad humanitaria, al traer a su casa, querer alimentar y dar techo a un grupo de niños que se encontró en la calle, apuntala la presencia inquietante del proselitismo y el rechazo “bárbaro” al llamado socialista a “vivir de acuerdo a la Idea,” así como a la ética hipócrita del altruismo humanitario. De la misma manera, los pseudo-discursos anestésicos de la moda New Age hacen presencia en esa interioridad con la voz mecanizada del audio-casete de auto-ayuda (“cierre los ojos, usted está cada vez más relajado, se siente cada vez más ligero … repita mentalmente el # 3 …”). La absorción de la abuela en el juego Monopolio, perdida en la fantasía de convertirse en una magnate capitalista, sugiere la insidia de la impulso supremacista de dominación y control, cuya ferocidad parece surgir, ominosamente, de la sombra ancestral de un pasado nacional (fig. 6).
Figure 6: Molina y la Abuela jugando Monopolio en casa de Laura. La abuela: “¡Soy rica, rica, rica!! Tengo tres hoteles…”
Filmada en pleno Período Especial, el film narra cómo la auto-evidencia del socialismo estatal que fundamentó su existencia se encuentra interdicto por el disloque simultáneamente generacional, geopolítico e histórico, de un afuera que ya es imposible nombrar. La ofuscación del sueño y la vigilia funciona en el film como eje metonímico que irradia desde el registro ideológico del sueño revolucionario para extenderse e invadir como un cáncer el ámbito de lo familiar y lo cotidiano. A final de cuentas, lo que el filme pone literalmente en entredicho es la capacidad del sueño de la Revolución para volver a fraguar un adentro posible, esta vez desde el afuera de los límites discursivos estatales y burocráticos de la Guerra Fría.
La invocación hipnótica de los protagonistas de la palabra “Madagascar,” no debe ser leída meramente como metáfora del deseo disidente,- en donde Madagascar significaría algo así como un “lejos de aquí, donde quiera que sea”- producto de la supresión ideológica por parte de los instrumentos de censura estatal, ni siquiera como deseo turístico por “lo exótico,” si bien queda claro que dentro del impulso de intercambiabilidad uniformizante del capitalismo global, decir “Madagascar” da exactamente lo mismo que decir “Francia” o “Rusia.” En todo caso, el automatismo y la indeterminación de tal invocación- acompañada por las miradas ausentes y sin punto fijo de quienes la pronuncian- remiten más bien al hecho de que hay que aprender a re-conocer y transitar por el desierto de los nombres y los lugares sin genealogía y sin historia, o como diría Deleuze a propósito de los desiertos de Pasolini, por “la esencia co-presente a nuestra historia, el zócalo arcaico que revela bajo la nuestra una historia interminable” (322). El llamado relacional que instituye el film como respuesta a este impasse es histórico, donde el presente siempre es el fruto de la negociación precaria entre el futuro y el pasado, al mismo tiempo que geográfico, donde esa negociación asume el papel de una memoria cuya función es establecer un corte entre el adentro nacional y el afuera “exótico”. Es Molina, el artista visual, quien ofrece esa mediación, cuando intenta fijar la indeterminación del significante “Madagascar” a un proyecto concreto de representación que suponga un salto hacia la semilla histórica de la modernidad, al enseñarle a pronunciar a la abuela el nombre de la capital del lugar geográfico usualmente designado por el significante Madagascar. Es Molina quien representa en el lienzo a la abuela, acaso el arquetipo de la Cuba hispana, colonial y premoderna, con gafas de sol y maquillada, escuchando heavy-metal norteamericano (fig. 7).
Figure 7: Pintura de la Abuela con gafas, escuchando Heavy Metal…
Es como si la memoria no fuera otra cosa que una superficie para dividir y repartir historias, identidades y filiaciones, como si Molina fuera el cuarto término, opaco e inhumano, en la dialéctica que se desencadena entre los tres tiempos, como si querer “alfabetizar” y domesticar a la modernidad misma con sus propios caracteres y cuerpos “salvajes” fuera la vocación más propia del cine (Deleuze 287). La gran ambigüedad que la película pone de relieve es que ese disloque entre lo “cosmopolita” y lo “local,” o la debacle de sentido que implica el que, después de todo, el tren de la modernidad parezca siempre estar del lado de la barbarie, es la pesadilla por el que el sueño utópico del comunismo tiene que pasar, que no hay una utopía posible sino aquélla que está siempre dada, no en oposición sino en relación, en conversación infinita, usando la metáfora de Maurice Blanchot, con el aspecto más animal y siniestro de lo humano. Y acaso hoy sea Cuba el único sitio en el mundo donde esa conversación aún ocurre.
Desirée, de Félix de Rooy
“…individuos sin ancla,
sin color, sin raíces- una raza de ángeles… ”
Franz Fanon. Piel negra, máscaras blancas[8]
Una pregunta parece, en efecto, obsesionar a Glissant a todo lo largo de su Poética: ¿Qué clase de familia somos? Es ciertamente una pregunta que toca a la filiación y al parentesco, pero que remite también a los fetiches arborescentes de las genealogías nacionalistas. Glissant sabe que no es una cuestión fácil porque la pregunta pasa por el laberinto del idioma, que se empeña en plantarnos en etimologías y hundirnos en el pantano de los significados. Pero Glissant también sabe que, si un idioma no existe porque haya filiación o genealogías, tampoco éstas existen porque haya un idioma. ¿Qué idioma nuevo dar a esta comunidad sagrada? ¿Cómo fundar una familia fuera de las líneas de la filiación?
Éstas son las preguntas que subyacen la historia de Desirée, de Félix de Rooy, un film que presenta al espectador con el “fuera de campo” delirante de la modernidad y con el reto de aprender a leer la experiencia de la “locura,” no con respecto a aquello que le falta, sino con respecto a aquella “raza de ángeles” de la cual Desirée podría ser el nombre. El delirio errante de Desirée por las calles de Brooklyn (fig. 8), así como ese “complejo de Medea,” que figura al mismo tiempo como la causa y el efecto de una historia verídica, pueden servir como emblema de esta disyunción relacional entre lo público y lo privado, donde la pregunta “¿de qué comunidad es el Caribe su nombre?” quizás encuentra su punto de formulación más intenso (Glissant 59-75).[9] La historia toma lugar como apertura intempestiva en los intersticios que se abren entre lo político y lo familiar, el presente y el pasado, la memoria personal y la historia colectiva. El film retoma, en efecto, la pregunta planteada por Laura en Madagascar- “¿qué pasó?”-, pero esta vez desde la catástrofe personal.
Figure 8: Desirée vagando por las ruinas de la ciudad…
El efecto neto de este des-anudamiento es que es imposible ensayar un relato meramente psicoanalítico o post-colonial, en clave marxista, del film. Este delirio del Caribe es el término para invocar y conjurar el fantasma de los excesos que median entre lo normal y lo anormal. En todo caso, el film parece entretejer la vida de Desirée, la protagonista, desde las imposibilidades que transitan entre ambos discursos- si entendemos que ambas disciplinas nacieron en extremos opuestos del mismo intento por interrogar y dar respuesta al problema de lo corpóreo- planteado por Nietzsche y vuelto a articular años después por Heidegger-, como lo impensable del pensamiento occidental. El mensaje implícito en Desirée es que hay que retomar la cuestión concerniente a un posible lenguaje relacional del cine caribeño desde el punto de vista de su gesto fundacional, como esa transformación inaugural del vínculo del ser humano con su cuerpo y con el mundo que Walter Benjamin pudo reconocer. Pareciera ser que cuando una época sueña con la que está por venir, siempre lo hace con los caracteres aterradores de una pesadilla. Paradójicamente, en Desirée, la agonía de su locura es el mundo pesadillesco compuesto por las figuras normativas de la familia, del padre o del amor, las que al final se revelan ellas mismas como delirantes, tiránicas, falseadas, como el mal sueño de un amo agonizante (fig. 9). Todas las escenas que constituyen el pasado de la protagonista están sometidas a esa fórmula falseada, al mal guión de unos personajes en cuya historia ya es imposible creer.
Figure 9: Desirée dialogando con el fantasma de su hija…
No se puede olvidar que el delirio y la fragmentación simbólicos en Desirée son una respuesta violenta a una demanda implacable de normalidad. Lo que el film hace visible, bajo la forma monstruosa y homicida del delirio de la protagonista, son los demonios de la mirada colonial- el racismo ilustrado de Miss Resnyck o el fanatismo mesiánico y voluptuoso del Padre Siego. Incluso Freddie, el portero en el condominio de Miss Resnyck, forma parte, quizás más que ningún otro, de las coartadas y traiciones de ese simulacro de normalidad. Su único deseo es pactar los términos de su opresión, jugar de acuerdo a las reglas del juego, no armar demasiado escándalo. Desirée, en cambio le devuelve a la modernidad la verdad delirante de ese simulacro de normalidad, al asesinar a su hija recién nacida, Joyce, como el negativo de esa pureza que ya no le es posible, el credo de una nación.
¿Cómo conjugar todos esos fragmentos, cómo devolverlos a un cuerpo, cuando la modernidad, todas sus obsesiones y violencias históricas, pasan por el cuerpo desquiciado de Desirée, como las grietas del Uno tiránico y monstruoso? Digamos que lo que queda “fuera de cuadro,” al margen de los paraísos turísticos del Caribe, lo que sostiene la mirada que luego le será vendida al precio de su desaparición, es la pesadilla lumpen de los ghettos urbanos y los arrabales rurales, la perplejidad de las multitudes arrancadas de las islas y empujadas a las grandes ciudades norteamericanas. Es por eso que, para el ser caribeño- aquél que, como Desirée, ha quedado fuera del encuadre de la aventura mercantilista o del romance tropical, aquél que sólo se hace visible a condición de confundirse con el paisaje local-, el mundo por el que transita todos los días ya no es real, no cree en él, niega ese mundo con la misma ferocidad con que las imágenes de hoteles y modelos de revista lo niegan a él. Su mundo ha sido falseado, trucado, por las imágenes transnacionales de “lo exótico,” donde no hay sino playas desiertas y carnavales; por la escena del goce coreográfico de la mulata lasciva que tienta y seduce, o por la estampa del macho gozador que roba o asesina. En fin, el ser caribeño es una imagen de exportación por el que transitan, bien el sueño metafísico del buen salvaje hospitalario, o bien la pesadilla del monstruo caníbal. Como diría Taussig, le han robado el alma y ahora es sólo el autómata de un Dios ausente que, cuando no baila o copula, le sirve un coctel a un turista en la playa. Para salir de este teorema de la muerte hay que aprender a conversar con lo impensable, esa es la “esquizofrenia universal” de la que habla Deleuze y que quizás Desirée pone en juego, al recordarnos que su locura es la nuestra.
Este, también, puede ser el mensaje de la mujer Tupinambá que le devuelve la mirada al espectador, en el plano con que culmina el film Como era gostoso o meu françês de Nelson Pereira dos Santos. Esta “mirada excesiva,” tanto en términos formales como conceptuales, cuando ya el asesinato y el festín totémico del prisionero francés- cuya verdadera nacionalidad no le puede importar menos a sus captores- ha sido ya consumado, le da retrospectivamente el suplemento de verdad a la matriz devoradora subyacente en todo el discurso de lo “exótico” (fig. 10). Una mirada que parece interpelar, ante todo, el terror que subyace a ese imperativo de consumo con que el Cinema Novo y los adherentes del Manifesto Antropófago quisieron apropiarse del tropo europeo del caníbal: el caníbal apropiándose- engolendo- la mirada que el Otro colonial le ha impuesto, sólo para devolvérsela al espectador como exceso inconsumible. El cine caribeño, más allá de todos los deseos de fijarlo a tal o cual determinación particular de su historia- las formas de la négritude (Haití, Martinica, Guadalupe), la cacofonía performativa de los nacionalismos culturalistas (Puerto Rico), o la ortodoxia ciega y sorda de los marxismos nacionalistas (Cuba)- debe dar cuenta de este aspecto excesivo de la mirada que le devuelve al mundo- y acaso no pueda hacerlo sino siempre como un bricolaje, de manera excesiva, interrumpida y monstruosa- el suplemento mortificante y salvador de la relacionalidad.
Figure 10: Mujer Tupinambá, devolviendo la mirada a la cámara, luego de haber devorado al francés. Final de Como era gostoso o meu francês (1971).
Notas
[1]Entrevista con Karen Martínez y Mbye Cham, Ex-Îles: Essays on Caribbean Cinema. En el texto original: “We are the future, we are all the mix of all these elements that have always been separated from each other.” En lo subsiguiente, manejaré el texto original en francés. Todas las traducciones al español de todos los textos son mías, excepto cuando indique lo contrario.
[2][2]Buck-Morss, The Dialectics of Seeing; MacDoughal, The Corporeal Image; Taussig, Mimesis and Alterity.
[3]Pasolini, Empirismo Eretico. En el original: “la lingua scritta della realità” (Mi traducción.)
[4]El término jíbaro se acuño en el siglo XIX para designar la. Pronto pasó a formar parte del imaginario popular puertorriqueño.
[5]Muntaner, Brincando el charco. “Sin saberlo, ellos nos permitieron imaginar un espacio para un cuerpo que no tenía imagen… ¡que ficción tan maravillosa!” (Mi traduccion.) Brincar el charco es la frase comúnmente usada para denotar el sentido de proximidad geográfica que las continuas migraciones puertorriqueñas hacia y desde Nueva York crearon en el imaginario isleño.
[6]Ver, Benjamin, Arcades Project. Trans. H. Eiland y Kevin McLaughlin.
[7]Ver, Durovikova, “Vector, Flow, Zone: Towards a History of Cinematic Traslatio”. Para un análisis en clave alegórica de la película, ver Mennel, “Dreaming the Cuban Nation: Fernándo Pérez’s Madagascar,” 89-107.
[8]Fanon, Piel negra, máscaras blancas. “Individuos sin ancla, sin color, sin raíz- una raza de ángeles.”
[9]De Rooy toma el argumento de una historia verídica.
Obras Citadas
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Image Notes
Figure 1-3: screenshots La guagua aérea. Dir. Luis Molina Casanova (1993)
Figure 4: screenshot Brincando el Charco. Dir. Fránces Negrón Muntaner (1994)
Figures 5-7: screenshots Madagascar. Dir. Fernando Pérez (1994)
Figures 8-9: screenshots Desirée. Dir. Félix de Rooy (1984)
Figure 10: screenshot Como era gostoso o meu francês. Dir. Nelson Pereira Dos Santos (1971)
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